martes, 26 de octubre de 2010

Éto eh er fúngol

El pasado fin de semana vi que venía el Barça a jugar contra un equipo de futbol local, en el grupo de alevines. Tanto los niños como nosotros pensamos que sería un partido bonito de ver. Una buena oportunidad para disfrutar de buen nivel de futbol y aprender cosas. Pero resultó una experiencia lamentable, patética y vergonzosa.

Patéticos los comentarios de los padres indignados que se creen que entienden de futbol más que nadie. Los mismos que se pasaron diez minutos reprendiendo al árbitro desde las gradas para que pitase ya el final del partido. Y los insultos de la categoría de "hija de puta" efectuados por madres de familia con sus hijos al lado.

Lamentable la actitud de los jugadores del equipo local (niños), haciendo caso de los gritos que les llegaban desde las gradas y les animaban a perder tiempo siempre que pudieran (iban empatados), durante los últimos quince minutos del partido.

Patéticos los entrenadores del equipo local (hombres de más de treinta y cinco años), que saltaron al campo para increpar al árbitro (una chica de quince o dieciséis años como mucho) cuando aún no había acabado el partido y justo el Barça había marcado el segundo gol. Qué ejemplo tan pésimo para sus jugadores. Evidentemente uno de ellos saltó detrás de su entrenador, desposeído completamente, para unirse a los gritos contra el árbitro.

Patéticos los niños que miraban el partido y realizaban todo tipo de comentarios irrespetuosos sin que nadie les llamase la atención, ni siquiera sus padres. Mal andamos si cuentan con el beneplácito de los adultos, pues se crecen en su actitud de mal comportarse sin darse cuenta de que aquello no está bien.

A los árbitros hay que respetarles. Insultar, gritar y provocar sólo contribuye a que haya mal ambiente para todos: jugadores, árbitros y padres que no queremos formar parte de este espectáculo denigrante. El árbitro trata de ser neutral en medio de percepciones completamente subjetivas por naturaleza, ya que cuando dos equipos optan a una victoria el partido está expuesto a todas las subjetividades del mundo. Hay que dejar que esta figura trabaje y fomentar entre todos que lo haga a gusto porque, cuando nos toque perder, siempre será una persona que lo hace mal, que no sabe, se equivoca y está comprado. Y cuando nos toque ganar, pasará completamente inadvertido para nosotros y la victoria habrá sido posible gracias a la maravilla de jugadores que tenemos en el equipo, jugadores que creemos con convicción que son buenísimos y que un día nos llamarán a todos para que hagan las pruebas para entrar en el Barça. Lamentable.

Es una vergüenza que, siendo una dinámica que se produce cada fin de semana, nunca se haya tomado ninguna decisión al respecto. Ya sé que esto no ocurre sólo aquí sino en todos los campos de futbol. Pero eso no debe ser excusa para no actuar, para no hacer nada. Es por eso que apelo a la conciencia de quienes están más arriba, de la Federación Catalana de Futbol y de los equipos directivos de los clubs. La misma conciencia que no debería permitirles dormir tranquilos sabiendo que pasan estas cosas.

martes, 19 de octubre de 2010

La señora Pepita

La señora Pepita es la vecina que vivía en el piso justo debajo del de mis abuelos. Una mujer menuda y delgada, con el pelo negro y muy corto. Llevaba unas gafas con montura de pasta de color salmón o rosado, no recuerdo con exactitud. Le encantaba hacer bordados. El día de Reyes mi abuela le colgaba una cuerda desde la ventana que daba al patio de luces, a la que ataba el cesto de las pinzas para tender la ropa. La señora Pepita, desde su casa, colocaba dos paquetitos bien envueltos en el cesto. Eran los regalos que los Reyes Magos de Oriente nos traían a mi hermana y a mí en casa de la vecina. Nosotras siempre nos apresurábamos encuriosidas a desenvolver los paquetes, pensando en muñecas, juguetes ... algo que nos hiciera ilusión. Pero, aunque en el fondo ya lo sabíamos, siempre se trataba de alguna manualidad. Bordados hechos a mano por ella con todo su amor. "Lo ha bordado la señora Pepita a mano" nos insistían mi abuela y mi madre. "Sí ... sí ... claro ... qué bonito ..." respondíamos nosotras complacientes. En aquel entonces no lo valorábamos como ahora. Así, un año nos trajo un punto de libro, otro año la inicial de nuestro nombre enmarcada en un pequeño cuadro, ... el último fue el pañuelo de novia. No lo llegué a llevar el día de mi boda pero lo guardo encima de una mesa que hay en mi habitación. Debajo de un portavelas de cristal, ahí está, siempre visible.

Solíamos bajar a su piso para agradecerle los regalos y nos quedábamos un rato charlando con ella y con sus hijos. Cierro los ojos y tengo vagos recuerdos de su casa. Recuerdo un scalextric montado que ocupaba toda una habitación. Recuerdo el gato persa en el sofá, una lámpara blanca que cuando se encendía iba cambiando de colores, siempre en tonos pastel. Y poca cosa más. La señora Pepita nos tenía mucho cariño.

Ayer me contó mi madre que se va a ir a vivir a una residencia. Lo ha decidido voluntariamente y está muy entusiasmada, pues la residencia está cerca de donde viven sus hijos (y sus nietos), fuera de la gran ciudad. Su habitación tiene una pequeña terraza en la que ya piensa colocar todas sus plantas. Y se va a llevar el ordenador, me cuentan que a sus casi ochenta años tiene la cabeza muy clara y suele conectarse a Internet.

Espero que le vaya todo muy bien en esta nueva etapa. El día que me decida a entrar en Facebook igual la busco y me llevo la sorpresa del siglo con ella ... la señora Pepita.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Copiapó, 69 días después

Sobre un pequeño lugar de este planeta se centra ahora mismo la atención del mundo entero. Treinta y tres mineros bajo tierra durante 69 días han dado un todo un ejemplo de supervivenvia en condiciones adversas. No puedo imaginar lo que debe haber sido vivir a 722 metros de profundidad, a oscuras, sin apenas recursos. Ni lo que tiene que ser la ascensión que les está llevando ahora mismo, uno a uno, de vuelta a sus vidas. Quince minutos encerrados en la cápsula que se ha bautizado como Fénix, subiendo a un metro por segundo. Me pregunto cómo hacen frente a la claustrofobia, a los ataques de pánico, a la desesperación ... quiero pensar que les han ido enviando medicinas para paliar la ansiedad.

El campamento que se ha montado alrededor de la mina de San José, en el desierto de Atacama, es el símbolo del amor, del apoyo a la lucha y de la unión que hace la fuerza. Compartir la angustia alivia. Y conmueven personas como el payaso que se ha pasado todos los días animando y distrayendo a los niños.

Sale el primero. Está eufórico. Me imaginaba a una persona exhausta y derrumbada a lágrimas. Pero no. Seguro que está agotado, sí, pero aún le quedan fuerzas para celebrar con energía el momento con todos los que están ahí fuera esperándoles. El rescate es complejo y difícil pero se está realizando de forma eficiente y satisfactoria. Sin embargo hay que ser cautos, pues aún queda trabajo por hacer. No puedo imaginar la durísima decisión de quién va a salir el último. Es espeluznante.

Desde el otro lado del océano Atlántico se vive con una profunda emoción esta sobrecogedora historia que esperamos tenga un final plenamente feliz.

Las cartas de Meri

A los dieciséis años escribí una carta de dos páginas titulada "Una muerte injusta". Todavía la guardo. En ella vomité toda la tristeza y la inquietud que me produjo la muerte de uno de los mejores amigos de mi padre, el Pep de Premià. Aún recuerdo sus ojos saltones y su peculiar sentido del humor. Mi instrumento musical preferido es el saxo, creo que en parte motivado por la cinta de cassete que nos regaló una vez y que mi padre solía poner cuando íbamos en coche, con canciones en las que sonaba un saxo.

En la universidad escribí una carta a una de mis amigas, Zorione. Murió su padre y sentí la necesidad de darle mi apoyo. Y lo hice así, con mis sentimientos plasmados por escrito.

Cuando acabó la Universidad, el hombre que hoy es mi pareja se fue cuatro meses a Manchester a estudiar inglés. Me escribí cartas con él que guardo en la mesilla de noche como un tesoro. Así, si un día se incendia mi casa, sólo tengo que meter la mano en el cajón, agarrarlas rápidamente y salir corriendo. Alguna vez las he releído y, a parte de pensar "cuánto amor había ahí", también me sirven para darme cuenta de cómo ha cambiado mi manera de pensar en ciertos aspectos de la vida a lo largo del tiempo.

Nació mi primer hijo y no pude frenar el impulso de escribirle una carta a mi matrona. Fue un momento vital de mucha intensidad. Cosas que siempre había imaginado que me emocionarían, no lo hicieron. Y cosas que nunca me hubiera pensado, fueron capaces de emocionarme muchísimo. Compartes un tiempo de tu vida con una persona, la que ayuda a traer a tu hijo al mundo, que es muy breve pero emocionalmente tan intenso que acaba convirtiéndose en alguien muy presente en tus recuerdos y en tu corazón.

Me operaron de miopía al cabo de unos años y escribí una carta de agradecimiento al equipo médico que me llevó. El impulso fue fruto de la euforia que se destapó en mi por el simple hecho de ver. Aún recuerdo cómo empezaba: "Me paso el día alucinando. Vivo cada minuto con una euforia contenida que trato de no compartir en exceso con los demás, para no parecer idiota. Veo, veo, veo. Cierro los ojos, los vuelvo a abrir y veo. Como si fuera lo normal. Tal vez es lo normal pero no para mí ...".

Escribí otra carta a la que fue profesora de guardería de mis dos hijos durante cuatro años. Por sus manos pasa la educación de tantos niños en una etapa tan decisiva de sus vidas y sentí la necesidad de agradecerle su dedicación y constatarle lo mucho que lo valoramos como padres.

Y así he ido esparciendo mis cartas por el mundo, a uno y a otro. Realmente me gusta escribir pero también es una necesidad que nace de mi interior. Un impulso que muchas veces no puedo frenar. "Escribe un libro ..." me han sugerido en ocasiones. Pero es que hay tanta gente a la que le gusta escribir y tanta gente que escribe tan bien ... Tal vez un día me decida y lo haga por mi. No para convertirme en una escritora famosa sino para dar rienda suelta a esa cabecita que siempre está ahí pidiéndome más.

martes, 5 de octubre de 2010

La Gioconda

Hace años que conocí París. Me pareció una ciudad preciosa, en la que te podías sentar en cualquier café y degustar un buen plato. Me divertí contando las escaleras de la Torre Eiffel, por la que subimos andando hasta el último tramo, en el que se sube en ascensor. Y me reí viendo cómo me temblaban las piernas al bajar, después de tantos escalones arriba y abajo.

Tomamos un tren y fuimos a visitar el Palacio de Versalles. A veces lo que menos te esperas que ocurra es lo que más agradablemente te sorprende y lo que guardas como algo más especial en tu memoria. Eso es lo que ocurrió cuando decidimos alquilar una bicicleta y pasearnos por los jardines del palacio. Fue el paseo en bicicleta, más que la visita al palacio, lo que guardo con cariño y nostalgia en mis recuerdos.

Paseamos hasta el museo del Louvre. Allí me gustó poder ver en vivo y en directo todas las pinturas del renacimiento italiano que tanto nos habían explicado en historia del arte, cuando estudiaba bachillerato. Tiziano, Boticelli, Piero de la Francesca, Leonardo ... Los cuadros que me enseñaban en diapositivas o en libros, expuestos a mi vista. Los reales, los auténticos ... con todas las connotaciones religiosas que nos contaba nuestra entendida profesora.

Y entonces llegamos a la sala donde estaba ella. La Gioconda, la Mona Lisa. Recuerdo que estaba ella sola en una sala dedicada, protegida por unos cristales que no dejaban observarla desde muy de cerca. La sala estaba abarrotada de gente pegada a los cristales. Me hacía ilusión ver el cuadro. Mucha. Tal vez era uno de los cuadros sobre los que recordaba más explicaciones: la técnica del sfumato que utilizó Leonardo da Vinci para pintarla, que era una técnica que creó él y que difuminaba la imagen, todos los misterios que rodean la identidad de la protagonista y su sonrisa ...

Cogí distancia y la miré. Paseaba lentamente desde la media distancia, sin dejar de mirarla. Y entonces ocurrió algo inesperado. Allí, rodeada de tanta gente, en una sala tan concurrida, ella me miró a mí. Sólo a mí. Todo el rato a mí. Y me emocioné. Las lágrimas empañaron mis ojos pues recordé, en aquel momento, esa otra característica del cuadro. Que estés donde estés y la mires desde donde la mires, ella siempre parece que te esté mirando a ti. Fue como si ella hubiera tenido conmigo un bonito gesto de agradecimiento por haber recorrido tantos kilómetros para verla. Por respetarla y admirala. Y por serme imposible contemplarla desde más cerca.

Me avergüenza un poco confesar que éstos fueron los sentimientos que me produjo verla. Pero así fue. Cuando me acuerdo de mi viaje a París, inevitablemente, lo primero que pasa por mi cabeza es ese pequeño instante en el que tanto se agitó inesperadamente mi interior con sólo mirar a la Gioconda.