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lunes, 8 de noviembre de 2021

El lujo

Un tapeo en uno de tus lugares preferidos de Rambla Cataluña, a la hora estratégica para no hacer cola ni comer con prisas. Un helado de postre en ese lugar con tanta historia para ti, aunque ya no tengan disponible desde hace años ese sabor que tanto te gustaba. Un paseo que sigue hasta bien entrada La Rambla, por tu zona de siempre, porque es aquí donde te movías en tu juventud. Rodeada de turistas en todo momento que te hacen sentir aún más el orgullo de ser de aquí. Sí, éste es tu sitio. Este pedacito de la ciudad tan bonito donde tantos vienen a comer, a pasear, a disfrutar, éste es el lugar que te vio crecer a ti. Volver a sumergirse en el bullicio de esas transitadas calles principales, con sus terrazas llenas de amigos, parejas, familias; de gente que sale a vivir. Contemplar cómo los artistas callejeros captan la atención de todos o el ir y venir en el emblemático mercado de La Boquería. Y girar por la calle Hospital, agarrada de su mano y dejando atrás los especiados aromas de comida asiática que asoman a vuestro paso, para llegar hasta el Romea conteniendo la ilusión de lo que está por venir: volver al teatro. Cuánto hacía que no ibais al teatro, ¿verdad? La última obra que visteis aquí fue Incendis, de Julio Manrique, tan intensa y con su estremecedor final ¿te acuerdas? Estrenarse de nuevo tras la pandemia con un impresionante José Sacristán, que a sus 84 años os hace sentir tan bien el amor de Miguel Delibes por Ángeles, su mujer, la agonía por su enfermedad y el dolor por su pérdida, en lo que fue la obra más personal de este autor de la generación literaria de posguerra: Señora de rojo sobre fondo gris. Y al terminar la función, salir descompuesta a su lado envuelta bajo su cálido abrazo, comentando entre sollozos las reflexiones del monólogo que más han calado en tu interior, mientras él te consuela y os echáis los dos a reír. Momentos sencillos pero muy puros, plenamente auténticos, llenos de ternura, de risas, de lágrimas, de besos; momentos rebosantes de complicidad, respeto y admiración mutua que compartes con él desde hace ya casi 30 años; instantes que vives como privilegios que te da la vida y que tanto valoras, procurando atesorar muy bien en tu mente y en tu corazón, consciente de que son el verdadero lujo para ti.

viernes, 18 de febrero de 2011

Mi primera vez

Tenía doce años. Él, once. Él jugaba a fútbol en el patio del colegio con su mejor amigo. Yo, sentada en un pequeño banco de piedra, con mi libro de historia, repasando para el examen. Todavía recuerdo qué estudiaba: el Renacimiento. Y el dibujo de finas ondas celestes y blancas en la delgada diadema de plástico que sujetaba mi pelo. También recuerdo la pose en la que estaba sentada cuando la pelota llegó a mis pies: mis codos se apoyaban en mis muslos, donde también reposaba el libro, y mis manos sujetaban mis mejillas. Él se acercó a buscarla, yo dejé de leer y levanté la vista. Nos miramos y sonrió. Desde entonces las miradas y las sonrisas fueron continuas. Y el juego, a ver quién aguantaba más rato la mirada. Siempre ganaba él. Es la primera vez que me fijé en un chico. La primera vez que un chico me pareció atractivo. No era el típico guapo pero a mí me gustaba.

Le conté lo que ocurría a mi mejor amiga. Gran error. Mi mejor amiga también se había fijado en él pero yo no lo supe hasta años más tarde. Un día la pelota volvió a llegar a mis pies y la chuté suavemente. Mi amiga me dijo: "qué fuerte, te ha llamado gilipollas". "No puede ser" -le contesté. No me lo podía creer. Él que siempre me miraba dulcemente, ¿cómo podría haberme insultado así sólo por haber chutado su pelota sin maldad?. "Que sí, que sí" - mi amiga insistía. "¿Y te vas a quedar ahí sentada sin hacer nada?". "¿Y qué voy a hacer?". "Pues te acercas a él y le contestas: oye, de gili nada y de polla aún menos". Creí en ella. Así que, resignada y poco convencida, seguí su consejo al pie de la letra.

Mi amiga sólo quería romper esos momentos que tantos celos le producían. Y su estrategia le funcionó. Desde entonces, el juego de miradas y sonrisas se acabó. Cada vez que él me miraba, yo le apartaba la vista con muestras claras de desprecio en mi rostro. Vaya chiquillada típica de esa edad. Nunca llegamos a decirnos nada y nunca más le he vuelto a ver o a saber de él.

Hoy me he acordado de ello porque a mi hijo, de once años, se le ha acercado la belleza del colegio. Es un año mayor que él pero, al verla pasar, he sabido que hasta los niñitos de ocho años suspiran por ella. Se ha acercado a él y le ha dicho que le encantan sus ojos. "Mamá, es que las niñas de sexto no se cortan un pelo". "Ya lo veo, hijo". Él dice que no le gusta pero sonríe satisfecho de haber captado su atención. La historia se repite pero los papeles cambian. Ahora ellas toman la iniciativa cuando conviene. ¿Es que ya no existe la timidez, los reparos o el miedo a no ser correspondido? Once años. La que nos espera ...

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sábado, 27 de noviembre de 2010

La sastrería Galera












Hace muchos años, en las entrañas de la gran ciudad de Barcelona, se llenaba cada día de vida y de actividad una modesta calle comercial llamada Cruz Cubierta. La calle era un constante ir y venir de gente del barrio, gente que se conocía de toda la vida y que acostumbraba a comprar en sus tiendas.

Recuerdo la pastelería Abril, que todavía existe, con tres exquisiteces que han deleitado a mi paladar durante años. Una eran los melindros que mi abuela nos compraba a menudo. No he probado en mi vida unos melindros tan buenos como los que hacen allí. Del mismo tipo de masa también hacen una coca rellena de crema, adornada con piñones, azúcar y cerezas confitadas. Es la que comprábamos siempre por San Juan, para celebrar el santo de mi abuelo. Y la tercera delicia era la sara, el pastel de mantequilla y almendras con el que celebrábamos mis aniversarios.

Recuerdo la tienda de pollitos. Una tienda en la que nunca supe exactamente qué se vendía (tal vez los pollitos, simplemente). Se entraba por una pequeña puerta que tenía a ambos lados unos escaparates completamente austeros en su decoración, con los suelos repletos de pollitos amarillos, vivos y amontonados.

También estaba la tienda de los jamones, una charcutería en la que vendían embutidos. Siempre que pasábamos por delante nos invadía el aroma penetrante de sus jamones ibéricos de bellota.

Y en la esquina con la calle Callao, allí estaba ella: la sastrería Galera. Con su luminoso rótulo amarillo en la entrada, era una de las tiendas más conocidas del barrio de Hostafranchs. Al entrar, dos grandes mesas a modo de mostradores y tres sillas de madera a mano izquierda, con el forro de piel granate, daban la bienvenida a todo aquél que quisiera entrar, ya fuera para hacerse un traje a medida, comprarse un pantalón o simplemente saludar. Porque los vecinos se comportaban así. Entraban, saludaban, conversaban. Y tal vez ese día no compraban nada pero no dejaban por ello de entrar e intercambiar unas palabras con mi abuelo y mi tío.

Sentada en una de las sillas, me entretenía contemplar a mi abuelo en escena tomando medidas a los clientes. Todo un espectáculo digno de ver. Con su cinta de medir ahora por aquí, ahora por allá ... ahora me la cuelgo alrededor del cuello y le hago poner los brazos en cruz al cliente ... Y de repente una mirada de reojo a su nieta, con una sonrisa que parecía preguntarme en silencio "¿Qué? ¿Qué te parece?". Yo correspondía con otra sonrisa de complicidad, contestando sin palabras "Bien. Es divertido".

Detrás de los mostradores estaban las estanterías con todas las telas con las que uno podía confeccionarse el traje. Y al fondo, unas escaleras de madera conducían al piso de arriba, donde había más ropa, otro mostrador y las máquinas de coser. Allí no subían los clientes, era una zona de trabajo. Allí subía yo, me sentaba ante las máquinas de coser y figuraba que estaba trabajando de cosedora, dándole al pedal negro de debajo de la mesa. Cuando me cansaba volvía al piso de abajo y me ponía detrás de la mesa-mostrador más pequeña que había en un rincón, con la caja registradora. Debajo de la mesa había una estantería en la que mi abuelo tenía los sugus, esos caramelos blanditos de colores variados. Se los ofrecía a los niños que entraban en la tienda y los guardaba en una caja de calcetines reciclada en tesoro de cualquier niña de mi edad.

Hoy la sastrería Galera se ha reconvertido en una tienda de Moda Hombre y la regenta mi tío. Es una tienda preciosa: moderna, limpia y luminosa. Pero muy distinta a la que había años atrás. Como distintos son los clientes y su modo de interactuar con los dependientes. Entran, miran, tocan ... A veces ni saludan. Y si no hay nada que les interese, se van. No es nada extraño, es lo que hacemos todos en cualquier tienda de ropa en la que entramos. Lo que resulta chocante es que esto ahora pase en la tienda de mi abuelo, una tienda en la que años atrás eso sí que hubiera resultado extraño. O más bien impensable.

También son distintas las prendas que se venden. Ya nada se hace a medida. Todo es confección de marca para un público más joven. "Es que los clientes de toda la vida se han ido muriendo" me cuenta mi primo, que también trabaja allí. Es cierto, unos vienen y otros se van. Y los que vienen son más, y más jóvenes, de mil lugares diferentes y desconocidos. Y así he visto cambiar los paisajes y las gentes de Cruz Cubierta. Los escaparates, las tiendas y los tipos de negocio. "Renovarse o morir", como diría cualquier ejecutivo de marketing. Y la opción de renovarse es positiva, porque significa que aún estamos aquí. Pero arrastra consigo la gran nostalgia de quienes han vivido el ayer y el hoy de esta calle.

¡¡Diez de la mañana, persianas arriba!! ¡Pasen, señores! ¡Pasen y vean!. Les invito a entrar, pasear y perderse por la bulliciosa calle Creu Coberta que, aunque diferente de la de antaño, sigue ofreciendo a sus visitantes miles de colores, sabores y texturas para su deleite. ¡¡¡Y no dejen de visitar la tienda de Moda Hombre Galera que, aunque no disponga de sugus para sus hijos, sí les ofrecerá buen producto y buen servicio a los padres!!!

martes, 19 de octubre de 2010

La señora Pepita

La señora Pepita es la vecina que vivía en el piso justo debajo del de mis abuelos. Una mujer menuda y delgada, con el pelo negro y muy corto. Llevaba unas gafas con montura de pasta de color salmón o rosado, no recuerdo con exactitud. Le encantaba hacer bordados. El día de Reyes mi abuela le colgaba una cuerda desde la ventana que daba al patio de luces, a la que ataba el cesto de las pinzas para tender la ropa. La señora Pepita, desde su casa, colocaba dos paquetitos bien envueltos en el cesto. Eran los regalos que los Reyes Magos de Oriente nos traían a mi hermana y a mí en casa de la vecina. Nosotras siempre nos apresurábamos encuriosidas a desenvolver los paquetes, pensando en muñecas, juguetes ... algo que nos hiciera ilusión. Pero, aunque en el fondo ya lo sabíamos, siempre se trataba de alguna manualidad. Bordados hechos a mano por ella con todo su amor. "Lo ha bordado la señora Pepita a mano" nos insistían mi abuela y mi madre. "Sí ... sí ... claro ... qué bonito ..." respondíamos nosotras complacientes. En aquel entonces no lo valorábamos como ahora. Así, un año nos trajo un punto de libro, otro año la inicial de nuestro nombre enmarcada en un pequeño cuadro, ... el último fue el pañuelo de novia. No lo llegué a llevar el día de mi boda pero lo guardo encima de una mesa que hay en mi habitación. Debajo de un portavelas de cristal, ahí está, siempre visible.

Solíamos bajar a su piso para agradecerle los regalos y nos quedábamos un rato charlando con ella y con sus hijos. Cierro los ojos y tengo vagos recuerdos de su casa. Recuerdo un scalextric montado que ocupaba toda una habitación. Recuerdo el gato persa en el sofá, una lámpara blanca que cuando se encendía iba cambiando de colores, siempre en tonos pastel. Y poca cosa más. La señora Pepita nos tenía mucho cariño.

Ayer me contó mi madre que se va a ir a vivir a una residencia. Lo ha decidido voluntariamente y está muy entusiasmada, pues la residencia está cerca de donde viven sus hijos (y sus nietos), fuera de la gran ciudad. Su habitación tiene una pequeña terraza en la que ya piensa colocar todas sus plantas. Y se va a llevar el ordenador, me cuentan que a sus casi ochenta años tiene la cabeza muy clara y suele conectarse a Internet.

Espero que le vaya todo muy bien en esta nueva etapa. El día que me decida a entrar en Facebook igual la busco y me llevo la sorpresa del siglo con ella ... la señora Pepita.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Las cartas de Meri

A los dieciséis años escribí una carta de dos páginas titulada "Una muerte injusta". Todavía la guardo. En ella vomité toda la tristeza y la inquietud que me produjo la muerte de uno de los mejores amigos de mi padre, el Pep de Premià. Aún recuerdo sus ojos saltones y su peculiar sentido del humor. Mi instrumento musical preferido es el saxo, creo que en parte motivado por la cinta de cassete que nos regaló una vez y que mi padre solía poner cuando íbamos en coche, con canciones en las que sonaba un saxo.

En la universidad escribí una carta a una de mis amigas, Zorione. Murió su padre y sentí la necesidad de darle mi apoyo. Y lo hice así, con mis sentimientos plasmados por escrito.

Cuando acabó la Universidad, el hombre que hoy es mi pareja se fue cuatro meses a Manchester a estudiar inglés. Me escribí cartas con él que guardo en la mesilla de noche como un tesoro. Así, si un día se incendia mi casa, sólo tengo que meter la mano en el cajón, agarrarlas rápidamente y salir corriendo. Alguna vez las he releído y, a parte de pensar "cuánto amor había ahí", también me sirven para darme cuenta de cómo ha cambiado mi manera de pensar en ciertos aspectos de la vida a lo largo del tiempo.

Nació mi primer hijo y no pude frenar el impulso de escribirle una carta a mi matrona. Fue un momento vital de mucha intensidad. Cosas que siempre había imaginado que me emocionarían, no lo hicieron. Y cosas que nunca me hubiera pensado, fueron capaces de emocionarme muchísimo. Compartes un tiempo de tu vida con una persona, la que ayuda a traer a tu hijo al mundo, que es muy breve pero emocionalmente tan intenso que acaba convirtiéndose en alguien muy presente en tus recuerdos y en tu corazón.

Me operaron de miopía al cabo de unos años y escribí una carta de agradecimiento al equipo médico que me llevó. El impulso fue fruto de la euforia que se destapó en mi por el simple hecho de ver. Aún recuerdo cómo empezaba: "Me paso el día alucinando. Vivo cada minuto con una euforia contenida que trato de no compartir en exceso con los demás, para no parecer idiota. Veo, veo, veo. Cierro los ojos, los vuelvo a abrir y veo. Como si fuera lo normal. Tal vez es lo normal pero no para mí ...".

Escribí otra carta a la que fue profesora de guardería de mis dos hijos durante cuatro años. Por sus manos pasa la educación de tantos niños en una etapa tan decisiva de sus vidas y sentí la necesidad de agradecerle su dedicación y constatarle lo mucho que lo valoramos como padres.

Y así he ido esparciendo mis cartas por el mundo, a uno y a otro. Realmente me gusta escribir pero también es una necesidad que nace de mi interior. Un impulso que muchas veces no puedo frenar. "Escribe un libro ..." me han sugerido en ocasiones. Pero es que hay tanta gente a la que le gusta escribir y tanta gente que escribe tan bien ... Tal vez un día me decida y lo haga por mi. No para convertirme en una escritora famosa sino para dar rienda suelta a esa cabecita que siempre está ahí pidiéndome más.