Ya no recuerdas quién soy. Ni cómo me llamo. Pero sabes que soy una persona de tu entorno familiar y te alegras cuando me ves. Te llevo a pasear en tu silla de ruedas por la Gran Vía de Barcelona. Te paseo lentamente para que te sientas seguro y tranquilo. Saludas a todo el que se cruza con nosotros y nos mira. Crees que te conocen, pues siempre has sido una persona muy conocida gracias a tu trabajo: en el barrio, en el aeropuerto ... Has viajado por muchos países y eso te llevó también a conocer a mucha gente. Te sientes feliz de que todos te saluden y te reconozcan, aunque en realidad nos saludan por amabilidad.
Hablamos del día que hace, del sol, de las nubes, de los edificios ... Me cuentas que éste es nuevo, que lo han cambiado. Te sigo la corriente y así podemos tener más tema de conversación. Nos sentamos un rato en un banco. Te hago notar que pasa una ambulancia, que tal vez haya pasado algo cerca de aquí o tal vez hay un hospital en la zona. Por algún camino u otro siempre acabas volviendo a tu terreno. A las cuatro cosas sobre las que siempre te repites. Debieron ser los ejes que marcaron tu vida. Tu viaje a Japón, tu trabajo como sastre y la cantidad de horas que le dedicabas, el orden necesario para que las cosas funcionen bien y tus consejos. Me los da una persona muy mayor que tiene una enfermedad neurodegenerativa. Pero son consejos sabios y, al final, es lo que me llevaré de ti. Me aconsejas que haga siempre el bien, porque entonces siempre tendré las puertas abiertas allá donde vaya, en todos los sitios. Y que me aparte de lo malo, que sólo me dará problemas. Sentencias que cada uno es como es y que lo mejor para estar bien es tener actividad, trabajar.
Nunca la mencionas a ella. No sé si es para aliviar el dolor de que ya no está o porque realmente fuiste un hombre de negocios con poco tiempo para el amor. Tal vez ella fue para ti más apoyo logístico que pareja, ¿no dicen que detrás de un hombre triunfador en la vida hay una gran mujer? La gran mujer en la sombra ...
Hora de irme. Te llevo de vuelta y te subo al comedor de la segunda planta, donde tienen a los que están peor. Aún así, por las cosas que me dicen en alguna conversación corta, deduzco la existencia de efímeros momentos de lucidez. "Qué guapa eres" me dice una señora que está fatal pero que siempre sonríe. "Muchas gracias. Y qué amable es usted. Me gusta mucho que siempre sonría". Le respondo con cariño. "Siempre sonrío". Y cuánta razón lleva. Siempre hay que sonreir, aunque las cosas que a veces nos pasan en la vida nos hagan olvidarlo.
Te estampo un largo beso en la mejilla. "¿Te vas? ¿A dónde vas?". "A buscar a los niños, que salen del colegio". "¿Y yo que hago? ¿Me quedo aquí?". "Sí, abuelo. Ahora te darán de comer. Yo volveré la semana que viene y volveremos a pasear. Aunque haga frío, nosotros nos abrigaremos y pasearemos, que va muy bien que nos de el aire ¿a que sí?". Claro que sí. El aire te despeja la cabeza y te hace olvidar el dolor de las rodillas o de las lumbares durante un rato.
Lo más duro está por llegar. Espero que entonces sea fuerte y pueda continuar viniendo. Porque me gusta venir. Me gusta verte, sentir que pongo mi granito de arena para que te sientas acompañado por tu familia en esta etapa final de la vida. Y me reconforta que, aunque en tu mundo, te veo relajado y feliz, con la misma sonrisa de siempre. Hasta el lunes, abuelo.
viernes, 17 de septiembre de 2010
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Meri, acabo de descubrir tu blog y me encanta. Gracias por compartirlo. Un abrazo desde Madrid.
ResponderEliminarVaya! Muchísimas gracias, qué fácil es alegrarle el día a alguien :) Agradezco mucho tu visita y tu comentario. Un saludo igualmente para ti.
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