miércoles, 3 de septiembre de 2025

Askepot en Tívoli: la joya que no buscaba

Llegamos a los Jardines de Tívoli, en Copenhague, el 24 de agosto. Nada más entrar, antes de recorrer la zona de las atracciones antiguas, nos detuvimos frente al teatro al aire libre. Faltaban quince minutos para las tres, hora de una función cuyo contenido desconocíamos.

Nos sentamos en un banco para descansar y decidimos esperar a ver qué era. Pronto descubrimos que se trataba de una representación de Cenicienta, contada a través del ballet. Al principio no lo supimos: sobre el escenario, bailarines saltaban y giraban con ligereza, con unas letras a su espalda que, al colocarse al final de la escena, formaron la palabra “Askepot” (Cenicienta, en danés).


La función fue una delicia. Dulzura y delicadeza envolvían cada gesto, cada movimiento. La música sonaba actual, los vestidos eran preciosos y el escenario estaba cuidado al detalle. La obra combinaba momentos emotivos con toques de humor, transmitidos tanto por los personajes como por la forma creativa de representar cada escena. En el público, las sonrisas y los aplausos eran unánimes. A mis espaldas, un conmovido turista italiano repetía un sentido “bellísimo, bellísimo” que resumía perfectamente la experiencia.

 Fotos: Michelle Borg (https://www.tivoli.dk/en/programme/events/cinderella)

Fotos: Annett Ahrends (https//www.tivoli.dk/en/programme/events/cinderella)

Más tarde supe que lo que vimos había tenido un "toque real". Y es que la escenografía y el vestuario habían sido diseñados por la mismísima reina Margarita de Dinamarca, apasionada del teatro y el ballet desde niña, con una larga trayectoria colaborando en producciones tanto amateurs como profesionales. Su implicación en los espectáculos del Teatro de Pantomima de Tívoli ha dado vida a varios clásicos de Hans Christian Andersen y también a "El cascanueces" de Tchaikovsky, siempre con un sello creativo muy personal.

En esta ocasión, la puesta en escena se completó con la imaginativa coreografía del reconocido coreógrafo ruso Yuri Possokhov (ex bailarín principal del Ballet de San Francisco, el Ballet Real Danés y el Ballet Bolshoi) y los arreglos musicales de la cantautora y productora discográfica danesa Nanna Øland Fabricius, más conocida por su nombre artístico Oh Land. El resultado: un espectáculo que parecía flotar entre lo clásico y lo contemporáneo, lleno de magia visual y musical.

La obra se representaba desde el 21 de junio, y el 24 de agosto, justo el día que nosotros asistimos, era la última función. Ir al Tívoli en cualquiera de los otros días de nuestra estancia habría significado perdérnoslo. Además, el acceso estaba incluido con la entrada general, una de las atracciones de la Copenhaguen Card. Todo ello me hizo valorar que tuve una suerte tremenda de poder contemplar una auténtica perla, de lo mejor que me llevo de mi estancia en Copenhague.

Foto: Annett Ahrends (https://www.tivoli.dk/en/programme/events/cinderella)

Grabé un breve fragmento para poder conservar un recuerdo al que volver de vez en cuando. Es la escena en la que el príncipe y Cenicienta se conocen en el baile y empiezan a bailar juntos, justo antes de que el reloj marque la medianoche. El resto del tiempo decidí olvidarme del móvil y dedicarle a aquel momento mi plena atención, para vivirlo con toda su intensidad, inmersa con todos mis sentidos en la atmósfera de aquel espectáculo. Pero así guardo un pedacito de Askepot para compartirlo con quien quiera disfrutarlo. 

Vídeo: Relatos de Meri (losrelatosdemeri.blogspot.com)

A veces, lo más bonito que te llevas de un viaje no está en lo que has planificado. Simplemente te sorprende de forma inesperada. No lo buscas, lo encuentras. Y ésta, sin duda, fue una de las joyas más hermosas que me llevé de la ciudad de las bicicletas, los palacios reales y La Sirenita.

lunes, 10 de febrero de 2025

Porto: dos autores, un libro

El día amaneció gris, con esa llovizna que parecía haber sido creada para Porto, como un velo que envuelve la ciudad en un misterio melancólico. Era pleno invierno, y habíamos escogido este destino para escaparnos a celebrar nuestro vigésimo tercer aniversario de boda. Habíamos llegado el día anterior, alojándonos en un encantador hotel en la Plaza de Batalha. Allí, al descubrir el motivo de nuestra visita, nos habían obsequiado con unos pequeños dulces, un gesto amable que parecía augurar un viaje inolvidable.

Con un paraguas recién comprado, comenzamos a recorrer la ciudad. Nuestro primer destino fue el Barrio de la Ribeira, con sus casas coloridas y sus empedradas calles. Desde allí caminamos hasta el Puente Dom Luís I, contemplando durante el camino los rabelos, las embarcaciones típicas que durante siglos transportaron el vino de Porto.

Yendo hacia la Catedral, una curiosa imagen captó mi atención. Era un balcón en el que se leía con letras blancas “Varanda da Saudade”, acompañado de guitarras y gatos negros de cartón sobre la barandilla. Me detuve, fascinada, y le saqué una foto. Había algo en esa palabra, saudade, que resonó en mi interior, aunque en ese momento no entendiera exactamente por qué. Fue solo al volver a casa cuando decidí investigar su significado. Y entonces descubrí el poema de Miguel Falabella, que la define sin traducirla -algo que siempre me ha maravillado, las palabras sin traducción-, y que me acompañaría desde entonces, como un eco de aquel viaje que no quería dejar atrás.

Más tarde, visitamos la Livraria Lello. Al recibir mi ticket de entrada me fijé en la frase del reverso: "Un libro siempre tiene dos autores: el que lo escribe y el que lo lee". Esa frase se quedó unos instantes conmigo mientras recorríamos la librería, subiendo su icónica escalera carmesí y admirando la luz que entraba por el precioso vitral en el techo. Pensé en esa doble visión que podemos tener ante los mismos hechos; esa interpretación personal que hacemos ante una misma narración; en esas dos maneras diferentes de sentir una misma vivencia.

Esa tarde cruzamos a Vila Nova de Gaia y nos dejamos llevar por la calidez del vino de Porto en una cata improvisada en la Real Companhia Velha. Las risas cómplices al salir nos duraron un buen rato, pues el vino se nos subió a la cabeza sin remedio ni disimulos. Estuvimos callejeando durante horas, dándonos una pausa en la Casa Portuguesa do Pastel de Bacalhau, donde nos sentamos a degustar el sabor único de su buñuelo de bacalao con queso Sierra de la Estrella, mientras escuchábamos la música de órgano de tubos portugués. Una experiencia deliciosa y única. Allí nos regalaron unas copas grabadas con la fecha de ese día: 1 de febrero de 2020. Fue un detalle tan simple y a la vez tan significativo que decidimos conservarlas como un símbolo de la celebración de nuestro aniversario.

El viaje terminó en el Café Majestic, con un pasteis de nata y una torrija que cerraron el círculo de una experiencia que, sin saberlo, sería el preludio de tiempos oscuros. Apenas unos días después, el mundo comenzaría a hablar de un virus que lo cambiaría todo. Pero en ese momento, bajo el cielo plomizo de Porto, lo único que existía era nuestro amor, constante y profundo como el río Duero, y esa ciudad que se iba a instalar para siempre en mi corazón.

Porto me enseñó que cada historia tiene múltiples lecturas. La nuestra es una mezcla de amor y saudade: amor por lo que vivimos y saudade por lo que algún día esperamos volver a vivir. Tal vez, en algún rincón de la ciudad, nos espera el capítulo donde volvamos no como turistas, sino como parte de su paisaje, viviendo una temporada entre sus calles y cafés llenos de vida. 

Y es que así es, ciertamente: siempre hay dos autores. En la vida, como en los libros, no se trata solo de lo que sucede, sino también -y especialmente- de cómo lo vivimos. Y esa vivencia siempre es una coautoría entre lo que el mundo nos da y lo que elegimos hacer con ello. Lo que Porto me ofreció (sus paisajes, su historia, su cultura), y lo que yo interpreté y sentí en esos momentos, permitiendo que este bonito rincón de Portugal me impregnara de una huella imborrable.

miércoles, 29 de enero de 2025

Entre delfines

El Atlántico estaba en calma, como si supiera que lo que estaba a punto de suceder necesitaba de su quietud, de su silencio. La lancha avanzaba con suavidad, cortando el agua mientras el aire salado impregnaba los pulmones de quienes viajaban a bordo. Ocho personas, acompañadas por dos biólogos marinos, escuchaban con atención las explicaciones. Los guías hablaban con una mezcla de pasión y reverencia, como si el océano les hubiera confiado sus secretos y ellos a cambio envolvieran sus palabras con respeto, en ese paraíso azoriano donde la humanidad aún parecía pedir permiso para acercarse a la naturaleza.

El primer contacto con el agua fue frío, pero pronto otros estímulos tomaron el relevo. En cuanto se sumergieron, el sonido del mundo exterior se desvaneció, absorbido por un universo líquido. Y entonces, aparecieron.

Delfines.

Para ella, la primera inmersión fue puro asombro, un instante de incredulidad difícil de procesar. Estaban tan cerca que le costaba creerlo. Se deslizaban con una gracia imposible, con una precisión que no respondía al azar, sino a una inteligencia que escapaba a su comprensión. Su respiración, atrapada en la boquilla del tubo de buceo, se mezclaba con los latidos acelerados de su corazón mientras intentaba grabar cada detalle en su memoria. Pero aún no entendía del todo lo que estaba viviendo.

La segunda vez fue diferente. En medio del azul profundo, escuchó algo. Al principio, un sonido extraño, lejano, como un eco roto entre las corrientes. Pero, poco a poco, empezó a distinguirlo: los delfines se estaban comunicando. Cada chasquido, cada silbido, tenía un significado, un propósito. Era como si, por un momento, le hubieran permitido cruzar el umbral de su mundo.

Cuando emergió a la superficie, jadeando, el agua resbalaba por su rostro, y a su lado, las risas de sus hijos estallaban en una euforia compartida. Todos lo habían oído. Y todos habían sentido lo mismo.

La tercera inmersión tuvo otro matiz. Ahora comprendía mejor su lugar allí. Dejó de buscar y simplemente se dedicó a observar. Y entonces ellos empezaron a mostrarse: dos jóvenes delfines jugaban entre ellos, deslizándose en espirales, dándose empujones con una energía que bordeaba la agresividad infantil. Experimentaban, probaban sus propios límites, como cualquier criatura que está descubriendo el mundo.

Un poco más allá, una madre nadaba con su cría. Lo hacía con precisión, manteniéndola en la posición justa, protegiéndola con cada movimiento. No se separaban. Eran un solo cuerpo danzando en la corriente, la esencia misma del instinto y del amor.

Allí, sumergida en la inmensidad del océano, ella lo contemplaba todo mientras algo en su interior se removía. Su vida cotidiana, con su ritmo implacable y sus exigencias diarias, le pareció de pronto ajena a aquella armonía perfecta. Y, sin embargo, comprendió que formaba parte de lo mismo. Que, al final, todo estaba conectado: los delfines, el mar, la maternidad, la existencia misma.

Cuando la excursión terminó y subieron de nuevo a la lancha, sus hijos reían y hablaban, compartiendo su entusiasmo. Ella, en cambio, guardó silencio. Se sentó en su asiento, con los guías a su espalda y la inmensidad del océano desplegándose hasta el horizonte. Y entonces, sin previo aviso, la emoción la desbordó.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, sin que ella opusiera resistencia. Lágrimas silenciosas, contenidas durante las inmersiones, que ahora encontraban su cauce. Era demasiado grande lo que había sentido. Ilusión, asombro, gratitud, amor… y también un atisbo de temor ante el impresionante abismo del azul oscuro, casi negro. Nadie la miraba. Y en ese anonimato, su llanto encontró la libertad para fluir durante todo el viaje de regreso, sin lograr disipar la emoción.

Aquel día quedó anclado en su memoria como un eco persistente, como el sonido de los delfines en la profundidad del mar. Porque ellos no solo le habían mostrado su mundo, sino que le habían recordado algo fundamental: que la vida, como el océano, es un gran lugar lleno de conexiones. Que todo tiene sentido cuando se aprende a escuchar.

Desde entonces, aunque los días sigan su curso y los horarios vuelvan a atraparla, ella siempre lleva dentro esa sensación: la calma del océano, el canto de los delfines y la certeza de haber vivido algo extraordinario.