miércoles, 29 de enero de 2025

Entre delfines

El Atlántico estaba en calma, como si supiera que lo que estaba a punto de suceder necesitaba de su quietud, de su silencio. La lancha avanzaba con suavidad, cortando el agua mientras el aire salado impregnaba los pulmones de quienes viajaban a bordo. Ocho personas, acompañadas por dos biólogos marinos, escuchaban con atención las explicaciones. Los guías hablaban con una mezcla de pasión y reverencia, como si el océano les hubiera confiado sus secretos y ellos a cambio envolvieran sus palabras con respeto, en ese paraíso azoriano donde la humanidad aún parecía pedir permiso para acercarse a la naturaleza.

El primer contacto con el agua fue frío, pero pronto otros estímulos tomaron el relevo. En cuanto se sumergieron, el sonido del mundo exterior se desvaneció, absorbido por un universo líquido. Y entonces, aparecieron.

Delfines.

Para ella, la primera inmersión fue puro asombro, un instante de incredulidad difícil de procesar. Estaban tan cerca que le costaba creerlo. Se deslizaban con una gracia imposible, con una precisión que no respondía al azar, sino a una inteligencia que escapaba a su comprensión. Su respiración, atrapada en la boquilla del tubo de buceo, se mezclaba con los latidos acelerados de su corazón mientras intentaba grabar cada detalle en su memoria. Pero aún no entendía del todo lo que estaba viviendo.

La segunda vez fue diferente. En medio del azul profundo, escuchó algo. Al principio, un sonido extraño, lejano, como un eco roto entre las corrientes. Pero, poco a poco, empezó a distinguirlo: los delfines se estaban comunicando. Cada chasquido, cada silbido, tenía un significado, un propósito. Era como si, por un momento, le hubieran permitido cruzar el umbral de su mundo.

Cuando emergió a la superficie, jadeando, el agua resbalaba por su rostro, y a su lado, las risas de sus hijos estallaban en una euforia compartida. Todos lo habían oído. Y todos habían sentido lo mismo.

La tercera inmersión tuvo otro matiz. Ahora comprendía mejor su lugar allí. Dejó de buscar y simplemente observó. Y entonces empezó a verlos: dos jóvenes delfines jugaban entre ellos, deslizándose en espirales, dándose empujones con una energía que bordeaba la agresividad infantil. Experimentaban, probaban sus propios límites, como cualquier criatura que está descubriendo el mundo.

Un poco más allá, una madre nadaba con su cría. Lo hacía con precisión, manteniéndola en la posición justa, protegiéndola con cada movimiento. No se separaban. Eran un solo cuerpo danzando en la corriente, la esencia misma del instinto y del amor.

Allí, sumergida en la inmensidad del océano, ella lo contemplaba todo mientras algo en su interior se removía. Su vida cotidiana, con su ritmo implacable y sus exigencias diarias, le pareció de pronto ajena a aquella armonía perfecta. Y, sin embargo, comprendió que formaba parte de lo mismo. Que, al final, todo estaba conectado: los delfines, el mar, la maternidad, la existencia misma.

Cuando la excursión terminó y subieron de nuevo a la lancha, sus hijos reían y hablaban, compartiendo su entusiasmo. Ella, en cambio, guardó silencio. Se sentó en su asiento, con los guías a su espalda y la inmensidad del océano desplegándose hasta el horizonte. Y entonces, sin previo aviso, la emoción la desbordó.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, sin que ella opusiera resistencia. Lágrimas silenciosas, contenidas durante las inmersiones, que ahora encontraban su cauce. Era demasiado grande lo que había sentido. Ilusión, asombro, gratitud, amor… y también un atisbo de temor ante el impresionante abismo del azul oscuro, casi negro. Nadie la miraba. Y en ese anonimato, su llanto encontró la libertad para fluir durante todo el viaje de regreso, sin lograr disipar la emoción.

Aquel día quedó anclado en su memoria como un eco persistente, como el sonido de los delfines en la profundidad del mar. Porque ellos no solo le habían mostrado su mundo, sino que le habían recordado algo fundamental: que la vida, como el océano, es un gran lugar lleno de conexiones. Que todo tiene sentido cuando se aprende a escuchar.

Desde entonces, aunque los días sigan su curso y los horarios vuelvan a atraparla, ella siempre lleva dentro esa sensación: la calma del océano, el canto de los delfines y la certeza de haber vivido algo extraordinario.

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