lunes, 10 de febrero de 2025

Porto: dos autores, un libro

El día amaneció gris, con esa llovizna que parecía haber sido creada para Porto, como un velo que envuelve la ciudad en un misterio melancólico. Era pleno invierno, y habíamos escogido este destino para escaparnos a celebrar nuestro vigésimo tercer aniversario de boda. Habíamos llegado el día anterior, alojándonos en un encantador hotel en la Plaza de Batalha. Allí, al descubrir el motivo de nuestra visita, nos habían obsequiado con unos pequeños dulces, un gesto amable que parecía augurar un viaje inolvidable.

Con un paraguas recién comprado, comenzamos a recorrer la ciudad. Nuestro primer destino fue el Barrio de la Ribeira, con sus casas coloridas y sus empedradas calles. Desde allí caminamos hasta el Puente Dom Luís I, contemplando durante el camino los rabelos, las embarcaciones típicas que durante siglos transportaron el vino de Porto.

Yendo hacia la Catedral, una curiosa imagen captó mi atención. Era un balcón en el que se leía con letras blancas “Varanda da Saudade”, acompañado de guitarras y gatos negros de cartón sobre la barandilla. Me detuve, fascinada, y le saqué una foto. Había algo en esa palabra, saudade, que resonó en mi interior, aunque en ese momento no entendiera exactamente por qué. Fue solo al volver a casa cuando decidí investigar su significado. Y entonces descubrí el poema de Miguel Falabella, que la define sin traducirla -algo que siempre me ha maravillado, las palabras sin traducción-, y que me acompañaría desde entonces, como un eco de aquel viaje que no quería dejar atrás.

Más tarde, visitamos la Livraria Lello. Al recibir mi ticket de entrada me fijé en la frase del reverso: "Un libro siempre tiene dos autores: el que lo escribe y el que lo lee". Esa frase se quedó unos instantes conmigo mientras recorríamos la librería, subiendo su icónica escalera carmesí y admirando la luz que entraba por el precioso vitral en el techo. Pensé en esa doble visión que podemos tener ante los mismos hechos; esa interpretación personal que hacemos ante una misma narración; en esas dos maneras diferentes de sentir una misma vivencia.

Esa tarde cruzamos a Vila Nova de Gaia y nos dejamos llevar por la calidez del vino de Porto en una cata improvisada en la Real Companhia Velha. Las risas cómplices al salir nos duraron un buen rato, pues el vino se nos subió a la cabeza sin remedio ni disimulos. Estuvimos callejeando durante horas, dándonos una pausa en la Casa Portuguesa do Pastel de Bacalhau, donde nos sentamos a degustar el sabor único de su buñuelo de bacalao con queso Sierra de la Estrella, mientras escuchábamos la música de órgano de tubos portugués. Una experiencia deliciosa y única. Allí nos regalaron unas copas grabadas con la fecha de ese día: 1 de febrero de 2020. Fue un detalle tan simple y a la vez tan significativo que decidimos conservarlas como un símbolo de la celebración de nuestro aniversario.

El viaje terminó en el Café Majestic, con un pasteis de nata y una torrija que cerraron el círculo de una experiencia que, sin saberlo, sería el preludio de tiempos oscuros. Apenas unos días después, el mundo comenzaría a hablar de un virus que lo cambiaría todo. Pero en ese momento, bajo el cielo plomizo de Porto, lo único que existía era nuestro amor, constante y profundo como el río Duero, y esa ciudad que se iba a instalar para siempre en mi corazón.

Porto me enseñó que cada historia tiene múltiples lecturas. La nuestra es una mezcla de amor y saudade: amor por lo que vivimos y saudade por lo que algún día esperamos volver a vivir. Tal vez, en algún rincón de la ciudad, nos espera el capítulo donde volvamos no como turistas, sino como parte de su paisaje, viviendo una temporada entre sus calles y cafés llenos de vida. 

Y es que así es, ciertamente: siempre hay dos autores. En la vida, como en los libros, no se trata solo de lo que sucede, sino también -y especialmente- de cómo lo vivimos. Y esa vivencia siempre es una coautoría entre lo que el mundo nos da y lo que elegimos hacer con ello. Lo que Porto me ofreció (sus paisajes, su historia, su cultura), y lo que yo interpreté y sentí en esos momentos, permitiendo que este bonito rincón de Portugal me impregnara de una huella imborrable.

miércoles, 29 de enero de 2025

Entre delfines

El Atlántico estaba en calma, como si supiera que lo que estaba a punto de suceder necesitaba de su quietud, de su silencio. La lancha avanzaba con suavidad, cortando el agua mientras el aire salado impregnaba los pulmones de quienes viajaban a bordo. Ocho personas, acompañadas por dos biólogos marinos, escuchaban con atención las explicaciones. Los guías hablaban con una mezcla de pasión y reverencia, como si el océano les hubiera confiado sus secretos y ellos a cambio envolvieran sus palabras con respeto, en ese paraíso azoriano donde la humanidad aún parecía pedir permiso para acercarse a la naturaleza.

El primer contacto con el agua fue frío, pero pronto otros estímulos tomaron el relevo. En cuanto se sumergieron, el sonido del mundo exterior se desvaneció, absorbido por un universo líquido. Y entonces, aparecieron.

Delfines.

Para ella, la primera inmersión fue puro asombro, un instante de incredulidad difícil de procesar. Estaban tan cerca que le costaba creerlo. Se deslizaban con una gracia imposible, con una precisión que no respondía al azar, sino a una inteligencia que escapaba a su comprensión. Su respiración, atrapada en la boquilla del tubo de buceo, se mezclaba con los latidos acelerados de su corazón mientras intentaba grabar cada detalle en su memoria. Pero aún no entendía del todo lo que estaba viviendo.

La segunda vez fue diferente. En medio del azul profundo, escuchó algo. Al principio, un sonido extraño, lejano, como un eco roto entre las corrientes. Pero, poco a poco, empezó a distinguirlo: los delfines se estaban comunicando. Cada chasquido, cada silbido, tenía un significado, un propósito. Era como si, por un momento, le hubieran permitido cruzar el umbral de su mundo.

Cuando emergió a la superficie, jadeando, el agua resbalaba por su rostro, y a su lado, las risas de sus hijos estallaban en una euforia compartida. Todos lo habían oído. Y todos habían sentido lo mismo.

La tercera inmersión tuvo otro matiz. Ahora comprendía mejor su lugar allí. Dejó de buscar y simplemente observó. Y entonces empezó a verlos: dos jóvenes delfines jugaban entre ellos, deslizándose en espirales, dándose empujones con una energía que bordeaba la agresividad infantil. Experimentaban, probaban sus propios límites, como cualquier criatura que está descubriendo el mundo.

Un poco más allá, una madre nadaba con su cría. Lo hacía con precisión, manteniéndola en la posición justa, protegiéndola con cada movimiento. No se separaban. Eran un solo cuerpo danzando en la corriente, la esencia misma del instinto y del amor.

Allí, sumergida en la inmensidad del océano, ella lo contemplaba todo mientras algo en su interior se removía. Su vida cotidiana, con su ritmo implacable y sus exigencias diarias, le pareció de pronto ajena a aquella armonía perfecta. Y, sin embargo, comprendió que formaba parte de lo mismo. Que, al final, todo estaba conectado: los delfines, el mar, la maternidad, la existencia misma.

Cuando la excursión terminó y subieron de nuevo a la lancha, sus hijos reían y hablaban, compartiendo su entusiasmo. Ella, en cambio, guardó silencio. Se sentó en su asiento, con los guías a su espalda y la inmensidad del océano desplegándose hasta el horizonte. Y entonces, sin previo aviso, la emoción la desbordó.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, sin que ella opusiera resistencia. Lágrimas silenciosas, contenidas durante las inmersiones, que ahora encontraban su cauce. Era demasiado grande lo que había sentido. Ilusión, asombro, gratitud, amor… y también un atisbo de temor ante el impresionante abismo del azul oscuro, casi negro. Nadie la miraba. Y en ese anonimato, su llanto encontró la libertad para fluir durante todo el viaje de regreso, sin lograr disipar la emoción.

Aquel día quedó anclado en su memoria como un eco persistente, como el sonido de los delfines en la profundidad del mar. Porque ellos no solo le habían mostrado su mundo, sino que le habían recordado algo fundamental: que la vida, como el océano, es un gran lugar lleno de conexiones. Que todo tiene sentido cuando se aprende a escuchar.

Desde entonces, aunque los días sigan su curso y los horarios vuelvan a atraparla, ella siempre lleva dentro esa sensación: la calma del océano, el canto de los delfines y la certeza de haber vivido algo extraordinario.

sábado, 5 de agosto de 2023

Didier Lourenço, mi pintor contemporáneo preferido


El pasado mes de julio falleció el pintor del Maresme Didier Lourenço, de forma repentina, a los 55 años. Lourenço ha sido el autor de una extensa obra en la que, con frecuencia, la bicicleta era la protagonista. “Es el mejor vehículo para desplazarse", expresaba el pintor. "Y aporta a mis cuadros una dimensión distinta del movimiento. Las bicis ejemplifican a la perfección lo que es un viaje agradable”.

Las bicicletas, vehículos hacia la felicidad

“Al ir andando miras el mundo, pero sobre una bici todo me parece más bonito. Disfruto más el movimiento, el paisaje, la luz. Tiene el encanto del silencio. Y la velocidad de la bici es la mejor para mirar las cosas”.


Por eso en muchos de sus cuadros aparecen ciclistas. Ciclistas que se cruzan y se miran, que pedalean por las nubes y que hasta comparten montura.


Ciclistas que, muchas veces, son una: una mujer morena, curiosa y de fuertes y desnudas piernas.


La mujer, omnipresente en su obra

Se trata de una mujer universal. Para Lourenço, representa a cualquier mujer del mundo, cada una con su personalidad y sus cosas en la cabeza. “Las mujeres son maravillosas, más misteriosas e interesantes que los hombres. Y, es evidente, estéticamente me parecen más atractivas”.



Colores vivos y mensajes de plenitud y libertad

“Los colores que utilizo son cada vez más explosivos y potentes, y últimamente he optado por contar con la omnipresencia de la figura femenina” decía en 2021.

 

Lourenço no cuenta historias, encomienda estados de espíritu. Sus protagonistas son ubicuas, da la impresión que están presentes en todas partes al mismo tiempo, en muchos lugares y situaciones. A veces están acomodadas en un sofá, otras van en bicicleta. Pero todas revelan plenitud. La plenitud cotidiana de quien habita el presente, el aquí y el ahora.

En sus multitudes urbanas la gente va de aquí a allá sin mirarse; algunos a pie, otros en bicicleta, 


hay quien pasea el perro … 


Son figuras geometrizadas, poco personalizadas, cada uno va a la suya. Y sin embargo se trata de una obra amable. Poder pasear por la ciudad a la tuya, sin someterte al escrutinio de los demás -como ocurre en algunos pueblos-, es un acto de libertad. De hecho, las democracias modernas basan la libertad en el derecho a la intimidad.

 
“Las mujeres dicen mucho con una sola mirada” 

Hay un detalle que no es gratuito en sus obras: en alguna de estas multitudes, pasa la “chica de Lourenço” en bicicleta y nos devuelve la mirada. Se trata de un recurso que ya empleaban los renacentistas italianos para establecer conexión con el espectador. Frente a él, no es necesario que nos preguntemos quién es esta chica que nos devuelve la mirada, libre de preocupaciones; sabemos que somos nosotros mismos por dentro.


Today is Blue. En óleo sobre tela. Una de mis obras preferidas del pintor. DEP.


Ver todas las obras de Didier Lourenço en su página web o en galerías: la Galería BarnadasEspai CavallersAnquins o Galería Bat

viernes, 18 de marzo de 2022

Exposición Inmersiva Van Gogh - Los girasoles de Van Gogh

Una de las cosas que más me gustan de las exposiciones inmersivas es que te permiten sentir al artista a tu lado, como si te estuviera explicando su vida, sus sentimientos, las cosas que le pasan. Y eso te permite entender, de una forma muy natural, sin esfuerzo, el sentido de todo lo que ves pintado o expuesto a tu alrededor. De todas y cada una de las obras del artista. 

Las nuevas tecnologías nos han regalado esta nueva manera de experimentar el arte, involucrándonos y permitiéndonos aprender y entender mucho más que si estuviéramos contemplando las obras en silencio en un museo. Visitar los museos en silencio también me encanta, pero ojalá que fuera siempre después de haber pasado por una experiencia inmersiva, porque así ya has interiorizado mucho de forma previa lo que sea que vayas a contemplar.

Estos días hemos podido disfrutar en Barcelona de una exposición inmersiva, cautivadora y dinámica, que nos ha permitido ver y sentir el mundo a través de los ojos de Vincent van Gogh, donde todo lo que vemos a nuestro alrededor está proyectado a escala aumentada y de forma tecnológica.

Nada más entrar en la exposición inmersiva "El Mundo de Van Gogh" ya quedas inmediatamente transportado a otro tiempo y a otro lugar, concretamente a mediados del siglo XIX, sumergiéndote en el mundo del artista. Su vida, muy bien explicada en los paneles, junto a sus obras, te sitúa, te da contexto y te ambienta en sus diferentes etapas. Un viaje hacia Arles, Saint Rémy y Auvers-sur-Oise -donde creó la mayoría de sus obras maestras- a través del cual uno llega a comprender la evolución de los colores, las técnicas y los elementos o los paisajes que pinta.

La tristeza es el sentimiento que más te invade de golpe en ese comienzo del viaje, al aprender que fue una persona muy marcada desde su nacimiento, pues nació justo un año después que su hermano mayor -que murió al nacer-, dándole sus padres el mismo nombre que a él. Una persona rechazada laboralmente, socialmente y en el amor; que no consigue conectar con la gente, que se siente incomprendido, perdido y desorientado; y que siente mucha soledad, provocándole todo ello muchos problemas de salud mental. Cuánto sufrimiento detrás de unas pinturas tan bonitas y tan valoradas por el mundo.

Después de los paneles puedes experimentar un viaje sensorial al universo de Van Gogh a través de las luces, los colores y la música, una hechizante banda sonora, del compositor español Adrián Berenguer, que intensifica las emociones que vas sintiendo a cada momento. 

Puedes disfrutar sintiéndote dentro de la eterna noche estrellada ...


observar frente a frente cada uno de sus muchos autorretratos ...


o tomarte un café literalmente metido en su cuadro "Terraza del café de la Place du Forum en Arlés por la noche".


El recorrido finaliza en una sala de proyección 360º donde te puedes sentar relajadamente y dejarte llevar por el mismo Van Gogh contemplando a gran escala la evolución de su trayectoria personal y artística. Todo ello gracias a las cartas que le escribía a su hermano, cartas que se conservan y a cuyos fragmentos ahora le ponen voz.

Acabas reteniendo muy bien las anécdotas que más te impactan, en mi caso que Van Gogh sólo vendió una única obra en vida ("El viñedo rojo") -por ejemplo-, o que alguien pagó más de 70 millones de dólares en una subasta por el único retrato del autor sin barba, no sabiéndose aún hoy quién lo compró. El enigma alrededor de su muerte, o los 80 cuadros que pintó al final de su vida (2 cuadros por día en dos meses). Y sales contento de entender por qué pinta lo que pinta, qué cosas le han influenciado para pintar lo que pinta, para pintar como lo hace, con el trazo y con los colores que utiliza.

LA NOCHE
"Estoy agotado. Busco refugio en la noche. La noche no me juzga, no me humilla. Me ayuda a olvidar los fracasos del día. Veo las estrellas y me imagino otro universo, más justo, más humano, más feliz".


EL AMARILLO
"Empiezo a enamorarme del amarillo. Pinto todo en amarillo. La tierra, el cielo, incluso la gente tiene ese tono amarillento de piel besada por el sol. Creo que podría pintar nada más que con el amarillo".



LOS GIRASOLES
"Me encantan los girasoles. Para mí simbolizan la gratitud, la luz pura que ofrece alivio a los corazones rotos. Cuanto más miro los girasoles, más riqueza descubro en ellos".

Van Gogh realizó una serie de lienzos donde los protagonistas absolutos eran los girasoles, después de inspirarse en París, al visitar los jardines de Montmatre.

El artista quedó tan prendado del color y forma de estas flores, que decidió decorar su casa con una serie basada en ellas para celebrar la llegada de su amigo Gauguin, y así conseguir sorprenderle.

Para Van Gogh los girasoles simbolizan la esperanza. Su forma y color lo asociaba a su propio concepto del sol, su mundo interior. El amarillo es uno de lo colores que más se relaciona con el artista holandés ya que era uno de sus preferidos y por lo tanto los girasoles se han convertido en el símbolo por excelencia de su existencia como pintor.

Dentro de la serie de girasoles, Van Gogh tuvo varias formas de representarlos -en jarrones, sueltos, en conjunto, solitarios, con fondos más oscuros o claros, algunas veces marchitos-, jugando con primeros y segundos planos. Para realizarlos utilizó un pigmento conocido como "amarillo de cromo", lo que los hace tan característicos y auténticos. A su vez, el artista contrapone ese pigmento con tonalidades complementarias como azules, verdes y marrones creando una armonía perfecta.

Realizó en Arlés cuatro versiones de girasoles en 1888 y luego otras tres más en 1889. Estas se sumaban a las cuatro primeras obras con girasoles como protagonistas que realizó en su estancia en París en 1887. En comparación, aunque la temática sea la misma, puede verse una diferencia entra las obras de París y de Arlés, siendo éstas últimas de colores más vivos, más alegres, y composiciones con girasoles en jarrones en contraposición a los girasoles solitarios y marchitos de la estancia en París.

A día de hoy, su serie de girasoles se encuentra repartida por todo el mundo en diversos museos y sólo uno pertenece a una colección privada en Estados Unidos. Todos se conservan a excepción de uno de los cuadros que realizó en Arlés en 1888 ("Jarrón con cinco girasoles"), que fue destruido y quemado por los nazis durante la II Guerra Mundial por ser considerado "arte degenerado".


lunes, 8 de noviembre de 2021

El lujo

Un tapeo en uno de tus lugares preferidos de Rambla Cataluña, a la hora estratégica para no hacer cola ni comer con prisas. Un helado de postre en ese lugar con tanta historia para ti, aunque ya no tengan disponible desde hace años ese sabor que tanto te gustaba. Un paseo que sigue hasta bien entrada La Rambla, por tu zona de siempre, porque es aquí donde te movías en tu juventud. Rodeada de turistas en todo momento que te hacen sentir aún más el orgullo de ser de aquí. Sí, éste es tu sitio. Este pedacito de la ciudad tan bonito donde tantos vienen a comer, a pasear, a disfrutar, éste es el lugar que te vio crecer a ti. Volver a sumergirse en el bullicio de esas transitadas calles principales, con sus terrazas llenas de amigos, parejas, familias; de gente que sale a vivir. Contemplar cómo los artistas callejeros captan la atención de todos o el ir y venir en el emblemático mercado de La Boquería. Y girar por la calle Hospital, agarrada de su mano y dejando atrás los especiados aromas de comida asiática que asoman a vuestro paso, para llegar hasta el Romea conteniendo la ilusión de lo que está por venir: volver al teatro. Cuánto hacía que no ibais al teatro, ¿verdad? La última obra que visteis aquí fue Incendis, de Julio Manrique, tan intensa y con su estremecedor final ¿te acuerdas? Estrenarse de nuevo tras la pandemia con un impresionante José Sacristán, que a sus 84 años os hace sentir tan bien el amor de Miguel Delibes por Ángeles, su mujer, la agonía por su enfermedad y el dolor por su pérdida, en lo que fue la obra más personal de este autor de la generación literaria de posguerra: Señora de rojo sobre fondo gris. Y al terminar la función, salir descompuesta a su lado envuelta bajo su cálido abrazo, comentando entre sollozos las reflexiones del monólogo que más han calado en tu interior, mientras él te consuela y os echáis los dos a reír. Momentos sencillos pero muy puros, plenamente auténticos, llenos de ternura, de risas, de lágrimas, de besos; momentos rebosantes de complicidad, respeto y admiración mutua que compartes con él desde hace ya casi 30 años; instantes que vives como privilegios que te da la vida y que tanto valoras, procurando atesorar muy bien en tu mente y en tu corazón, consciente de que son el verdadero lujo para ti.

sábado, 18 de septiembre de 2021

Robando poemas



-- Inés del alma mía
Ojos azules
Luces de bohemia
Amor 
A prueba de fuego
Mientras vivimos
Por siempre mía --





-- Déjame que te cuente ...
1Q84
El año del diluvio
De amor y de sombra
Verónika decide morir
Misión olvido --




--Venganza en Sevilla
Riña de gatos
Nudo de sangre
Festín de cuervos
El asesino de Bécquer
Hannibal --





-- ¿Quién se ha llevado mi queso?
Paula
Sira
El zorro
Parece difícil, ¡pero no lo es!
El inocente
El delfín --




-- El sol de Breda
La sombra del viento
Un arcoíris en la noche
Al romper el alba
La tempestad
Todo bajo el cielo --









-- Últimas tardes con Teresa
El último alquimista
El último judío
El último trayecto de Horacio Dos
Muerte entre líneas --



#RobaUnPoema

viernes, 3 de septiembre de 2021

Por ti, Laura

Te fuiste muy pronto. De una forma muy injusta, dejando aquí a un compañero de vida y a dos niños demasiado pequeños, en el que seguramente era vuestro mejor momento. Maldito cáncer. Me enteré hace unos días. Me quedé desolada. Un par de detalles captaron mi atención, até cabos, tiré del hilo y lo descubrí. Te fuiste en marzo de 2020, justo cuando empezaba la locura del confinamiento y la pandemia, cerca de cumplir lo que hubieran sido tus 41. Y me he enterado casi un año y medio más tarde, el mismo día que asistía al funeral de una amiga, que también se ha ido demasiado pronto, con sus hijos demasiado jóvenes, falleciendo de un cáncer.

Asumir todo fue demasiado. Tuve un disgusto tremendo, me quedé muy afectada. Durante tres días no dejé de pensar en ti, en tu familia, en el tiempo que compartimos trabajando juntas. Te entrevisté y te quise a ti, lo supe enseguida y así se lo trasladé al director de la empresa. Te vi buena persona, centrada, responsable, trabajadora, honesta y humilde. Valores que conectaron conmigo por completo. Recuerdo especialmente tu sonrisa y tu saber estar. También tus ojos de color miel que tanto resaltaban y con los que, junto a tu melena de mechas rubias, siempre me pareció que irradiabas cierto aire exótico.

Me enteré el pasado 29 de agosto y el 1 de septiembre, paseando por Calella, después de una merienda-cena de tapas y vinos, mientras daba un romántico paseo en pareja, me detuve delante de la iglesia. Ya había oscurecido, debían estar a punto de cerrar. Entré, miré a la izquierda y vi una máquina expendedora de velas junto a una pequeña capilla, cuyas paredes estaban repletas de imágenes enmarcadas de Santos. Una imagen de Jesús presidía una estancia en la que también había varios lampadarios de hierro forjado llenos de minúsculos cirios encendidos de varios colores -rojos, blancos y amarillo anaranjados- que iluminaban la sala creando un cálido ambiente. Era un bonito rincón. Compré una vela sin pensármelo, fue algo impulsivo. Y enseguida decidí que fuera blanca, lo asocié al simbolismo que tiene este color con la pureza, la que yo veía en ti como persona. La encendí, la puse a los pies de la imagen de Jesús, entrelacé mis manos y empecé a rezar internamente un Padre Nuestro. 

A media oración rompí a llorar. Después de tres días, ahí le di salida a todo el dolor, la consternación, la rabia, la impotencia, la empatía que sentía por vuestro momento, por vuestra vida como familia. Y el desasosiego que me invadía por no haberme enterado antes, porque me hubiera gustado estar en la ceremonia que le dejaron por fin organizar a los tuyos meses después, para darte una digna despedida.

Es la primera vez en mi vida que enciendo una vela por alguien. Y la primera vez desde hacía mucho tiempo que volvía a entrar en una iglesia, y a rezar. Recé por ti, para que estuvieras en paz, allí donde estés, y sobre todo para que si había alguien ahí arriba, mandase mucha fuerza a los que dejaste aquí, para que puedan seguir adelante sin ti.

Mi llanto desconsolado se frenó en seco cuando oí a mis espaldas el chirrido de una puerta, que terminó acompañado de un fuerte golpe. Por el sonido que hizo al quedar finalmente encajada me resultó fácil intuir que era una de las grandes y gruesas puertas de madera que daban entrada a la iglesia, y que por tanto ya cerraban, así que me quedé unos pocos segundos más, dedicándote mis pensamientos, y me fui. Al salir seguía descompuesta, aunque menos, y desahogándome expresando entre sollozos todo lo que sentía. Nos compramos un helado y seguimos paseando. Por un rato más todo sigue aquí, la vida no se para. Pero me sigo acordando de ti, y me seguiré acordando, con mucho cariño.