sábado, 27 de noviembre de 2010

La sastrería Galera












Hace muchos años, en las entrañas de la gran ciudad de Barcelona, se llenaba cada día de vida y de actividad una modesta calle comercial llamada Cruz Cubierta. La calle era un constante ir y venir de gente del barrio, gente que se conocía de toda la vida y que acostumbraba a comprar en sus tiendas.

Recuerdo la pastelería Abril, que todavía existe, con tres exquisiteces que han deleitado a mi paladar durante años. Una eran los melindros que mi abuela nos compraba a menudo. No he probado en mi vida unos melindros tan buenos como los que hacen allí. Del mismo tipo de masa también hacen una coca rellena de crema, adornada con piñones, azúcar y cerezas confitadas. Es la que comprábamos siempre por San Juan, para celebrar el santo de mi abuelo. Y la tercera delicia era la sara, el pastel de mantequilla y almendras con el que celebrábamos mis aniversarios.

Recuerdo la tienda de pollitos. Una tienda en la que nunca supe exactamente qué se vendía (tal vez los pollitos, simplemente). Se entraba por una pequeña puerta que tenía a ambos lados unos escaparates completamente austeros en su decoración, con los suelos repletos de pollitos amarillos, vivos y amontonados.

También estaba la tienda de los jamones, una charcutería en la que vendían embutidos. Siempre que pasábamos por delante nos invadía el aroma penetrante de sus jamones ibéricos de bellota.

Y en la esquina con la calle Callao, allí estaba ella: la sastrería Galera. Con su luminoso rótulo amarillo en la entrada, era una de las tiendas más conocidas del barrio de Hostafranchs. Al entrar, dos grandes mesas a modo de mostradores y tres sillas de madera a mano izquierda, con el forro de piel granate, daban la bienvenida a todo aquél que quisiera entrar, ya fuera para hacerse un traje a medida, comprarse un pantalón o simplemente saludar. Porque los vecinos se comportaban así. Entraban, saludaban, conversaban. Y tal vez ese día no compraban nada pero no dejaban por ello de entrar e intercambiar unas palabras con mi abuelo y mi tío.

Sentada en una de las sillas, me entretenía contemplar a mi abuelo en escena tomando medidas a los clientes. Todo un espectáculo digno de ver. Con su cinta de medir ahora por aquí, ahora por allá ... ahora me la cuelgo alrededor del cuello y le hago poner los brazos en cruz al cliente ... Y de repente una mirada de reojo a su nieta, con una sonrisa que parecía preguntarme en silencio "¿Qué? ¿Qué te parece?". Yo correspondía con otra sonrisa de complicidad, contestando sin palabras "Bien. Es divertido".

Detrás de los mostradores estaban las estanterías con todas las telas con las que uno podía confeccionarse el traje. Y al fondo, unas escaleras de madera conducían al piso de arriba, donde había más ropa, otro mostrador y las máquinas de coser. Allí no subían los clientes, era una zona de trabajo. Allí subía yo, me sentaba ante las máquinas de coser y figuraba que estaba trabajando de cosedora, dándole al pedal negro de debajo de la mesa. Cuando me cansaba volvía al piso de abajo y me ponía detrás de la mesa-mostrador más pequeña que había en un rincón, con la caja registradora. Debajo de la mesa había una estantería en la que mi abuelo tenía los sugus, esos caramelos blanditos de colores variados. Se los ofrecía a los niños que entraban en la tienda y los guardaba en una caja de calcetines reciclada en tesoro de cualquier niña de mi edad.

Hoy la sastrería Galera se ha reconvertido en una tienda de Moda Hombre y la regenta mi tío. Es una tienda preciosa: moderna, limpia y luminosa. Pero muy distinta a la que había años atrás. Como distintos son los clientes y su modo de interactuar con los dependientes. Entran, miran, tocan ... A veces ni saludan. Y si no hay nada que les interese, se van. No es nada extraño, es lo que hacemos todos en cualquier tienda de ropa en la que entramos. Lo que resulta chocante es que esto ahora pase en la tienda de mi abuelo, una tienda en la que años atrás eso sí que hubiera resultado extraño. O más bien impensable.

También son distintas las prendas que se venden. Ya nada se hace a medida. Todo es confección de marca para un público más joven. "Es que los clientes de toda la vida se han ido muriendo" me cuenta mi primo, que también trabaja allí. Es cierto, unos vienen y otros se van. Y los que vienen son más, y más jóvenes, de mil lugares diferentes y desconocidos. Y así he visto cambiar los paisajes y las gentes de Cruz Cubierta. Los escaparates, las tiendas y los tipos de negocio. "Renovarse o morir", como diría cualquier ejecutivo de marketing. Y la opción de renovarse es positiva, porque significa que aún estamos aquí. Pero arrastra consigo la gran nostalgia de quienes han vivido el ayer y el hoy de esta calle.

¡¡Diez de la mañana, persianas arriba!! ¡Pasen, señores! ¡Pasen y vean!. Les invito a entrar, pasear y perderse por la bulliciosa calle Creu Coberta que, aunque diferente de la de antaño, sigue ofreciendo a sus visitantes miles de colores, sabores y texturas para su deleite. ¡¡¡Y no dejen de visitar la tienda de Moda Hombre Galera que, aunque no disponga de sugus para sus hijos, sí les ofrecerá buen producto y buen servicio a los padres!!!

jueves, 18 de noviembre de 2010

He jugat amb els llops

He jugado con los lobos. Es un libro que me acabo de leer y que me gustaría recomendar. La historia ya me conmovió cuando la escuché por primera vez, porque es una historia real, que ocurrió en algún lugar de Sierra Morena en la época de la posguerra.

Marcos era un niño de seis años maltratado por su madrastra y al que su padre acabó vendiendo al propietario de unas cabras. Su nuevo "dueño" le asignó el cuidado permanente del rebaño. Así que Marcos creció y vivió desde los seis hasta los diecinueve años en las montañas. Solo y aislado, cuidando de un rebaño de cabras. Nunca nadie le trajo comida, ni agua, ni ropa. Al principio convivió con un viejo pastor que le enseñó lo básico para sobrevivir en esas condiciones y, una vez creyó que ya lo había aprendido, el pastor desapareció sin dar más explicaciones.

Marcos pasó miedo. Comía hierbas, conejos y peces y bebía la leche de las cabras. Se hizo amigo de los animales y él asegura (la historia la narra él mismo en primera persona) que le llegaron a proteger en muchas ocasiones. Era la manera que ellos tenían de agradecerle el cariño y el alimento que les daba. Convivió con una culebra que lo acompañaba a todas partes. Con zorros, pájaros, ratas y búhos. Y con lobos, llegando incluso a jugar con sus cachorros.

Es una historia triste y contiene muchas frases contundentes que dan qué pensar. Como que uno realmente no sabe qué es más salvaje, si vivir en la montaña con los animales o vivir en la jungla del asfalto. La gente de la ciudad tenía miedo del "hombre salvaje de las montañas". Pero Marcos tenía miedo de las personas. Gritaban, mentían y maltrataban a los animales. Y todo eso le causaba mucha ansiedad. Marcos nunca entendió por qué nadie tuvo con él un gesto de cariño, cuando los animales matarían para proteger a sus crías.

Actualmente Marcos tiene unos sesenta y cinco años y vive en Galicia, con unas personas que le adoptaron al cabo de un tiempo de que la Guardia Civil lo rescatara de las montañas y lo llevara a la ciudad.

Dice Marcos que hay mucha gente que no se cree su historia, las cosas que cuenta sobre la relación y la comunicación que tuvo con los animales. Y dice el autor que quizás lo importante no es lo que sucedió en realidad sino cómo creyó él que sucedía. Cómo lo vivió. Porque tal vez fue su imaginación la que le salvó y le permitió sobrevivir tantos años de aquella manera.

El libro me ha enganchado de principio a fin (cosa que me cuesta mucho), por la intensidad constante en la narración. Se lee fácil y rápido y es de muy buena comprensión, a pesar de que no sé si me lo he leído en un catalán que tenía muchas palabras en mallorquín o es que está escrito propiamente en mallorquín. El autor es Gabriel Janer Manila y el libro obtuvo el Premi Joaquim Ruyra de Narrativa en 2009.